Por supuesto, no me arrogo la representación de todos los periodistas al escribir este artículo, profundamente dolorido. Ni siquiera me atribuyo la representación de una de las dos partes, o de alguna parte de estas dos partes en las que se está fraccionando la profesión a la que amo y a la que he dedicado el ochenta por ciento de mi vida laboral y el cien por cien de mis afanes y anhelos por servir a la ciudadanía. Tome usted esto como un grito, demasiado personal acaso, y un aviso, para lo que sirva, a algunos de mis compañeros, quizá no siempre conscientes de la vigencia del viejo aforismo de que el periodismo es una especie de sufrido sacerdocio, en el mejor sentido de la palabra, claro.
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