Percibimos una indudable sensación de desánimo político. Los adjetivos más duros, cruzados de parte a parte de las dos Españas, se han voceado y se han escrito por personajes tan respetables como uno de los padres de la Constitución, que grita en el desierto que la crisis institucional abierta es “una irresponsabilidad”. He leído incluso algo sobre un cierto aroma a Estado fallido, donde el engranaje que hace funcionar a los tres clásicos poderes de Montesquieu chirría demasiado, la seguridad jurídica está en entredicho y las instituciones se tambalean. Me parece exagerada la definición, pero no negaré que una indudable inquietud te asalta cuando escuchas discursos tan fatalistas como los de la presidenta del Congreso y el presidente del Senado en la noche de este lunes, después de que el Tribunal Constitucional prohibiese a la Cámara Alta votar la reforma del propio Tribunal. Esto tendrá, dicen todos, graves consecuencias. No haber dado este paso sin duda también las hubiese tenido; y ese es el dilema.
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